Por Juan Pablo Morales Farfán
En tiempos antiguos, cuando los pueblos quedaban lejos de las grandes ciudades y los caminos aún eran caminos de tierra, el teléfono no estaba en todas las casas. En los campos, había uno solo… y se usaba como teléfono mensajero.
Quien lo poseía era el puente entre el mundo y el silencio. Cuando sonaba, la persona encargada debía recorrer el sector avisando a los destinatarios de la llamada para que fueran a recibirla al local donde estaba el aparato.
Esa noche de invierno, el timbre del teléfono negro resonó en la casa de doña Rosarito como un trueno. Era un llamado urgente desde un hospital de Santiago: don Anacleto había muerto. Debían preparar la casa, pues el cuerpo llegaría para el velorio, que en esos años duraba dos días.
Amparada por la oscuridad y el frío, la veterana recorrió el camino de tierra para llevar la noticia. El llanto brotó como un río desbordado. Uno de los hijos mayores acompañó a la mensajera de vuelta, bajo un cielo sin luna.
Al día siguiente, el servicio fúnebre llegó puntual. En la sala se levantó la capilla ardiente; las mujeres, rosario en mano, murmuraban plegarias, mientras en el patio los hombres preparaban una vaquilla para los visitantes que vendrían a acompañar a los deudos.
La noche avanzaba cuando una mujer, hija de don Anacleto pero no del matrimonio, llegó de improviso. La tensión se sintió en el aire. Ella se acercó al féretro, levantó la pequeña ventanilla del ataúd y, al ver el rostro del difunto, palideció.
—¡Este no es mi padre!— gritó con una voz que heló la sangre de todos.
Los murmullos se hicieron gritos. Los hermanos y parientes, incrédulos, abrieron el cajón… y la verdad quedó al descubierto: aquel hombre no era don Anacleto.
Llamaron a Carabineros, quienes se llevaron el ataúd. Y al amanecer, llegó la noticia que nadie esperaba: ¡don Anacleto estaba vivo!
Había sido un simple alcance de nombres… y un mensaje malinterpretado por la señora del Teléfono Negro.