Por Juan Pablo Morales Farfán
Publicado en El Diario de Curacaví

Probablemente nunca te saludó, tampoco conociste el sonido de su voz, ni menos te sonrió. Aunque muchos la conocieron de vista, nunca supieron su nombre.
Lo cierto y verdadero es que Lucía vivió en la calle principal del pueblo de Curacaví, a pasos de la plaza y muy cerca de la parroquia. No era curacavinana de nacimiento.
En esa propiedad vivió, años atrás, Ana Cruchaga, pariente del Padre Alberto Hurtado Cruchaga —presumiblemente el santo chileno—, quien, en sus viajes a la capital, pasaba a visitar a su tía.
Lucía llegó desde Estados Unidos junto a don Wenceslao, quien la había llevado allá, ya que había sido su secretaria en el Sindicato Número 1 de Estibadores de Valparaíso. Con el tiempo, él se convirtió en un dirigente a nivel nacional. Viajó como Agregado Laboral de nuestro país a la Embajada de Chile en EEUU en Washington, nombrado por el gobierno de la época. Don Wenche, para algunos, fue un simple cosedor de sacos que se transformó en un dirigente influyente.
Un día me enteré —leyendo un diario que adquirí en el kiosko de Nenita Parada— que don Wenche había fallecido el 11 de marzo de 1994.
Ahí quedó doña Lucía sola. A veces se le veía pasar en silencio en una bicicleta que tenía un canastillo. Grande fue la sorpresa cuando dejó de verse, hasta que la encontraron muerta en esa tremenda casona. Fue llevada a la morgue, donde estuvo mucho tiempo. Hasta hace muy poquito supe que había recibido cristiana sepultura.
Mucho se dice de ella. Solo Dios sabe la verdad.
Siempre serás un enigma permanente, Lucía. —Que Dios te tenga en su Santo Reino.
Tiempo después, Valentina, documentalista, a modo de homenaje, decidió poner un ramo de flores en la puerta principal de la casa donde hace algunos años habitó Lucía.
Yo me enteré hace unos siete meses, cuando le mostré una foto que tomé un día que fui al cementerio y lo vi ahí, donde se llevó toda mi atención. — y quise saber más.