Por Juan Pablo Morales Farfán

En el Valle del Puangue, una antigua tradición de profunda fe popular sigue viva en la memoria colectiva y en algunos hogares: la quema de la Palma Bendita. Esta costumbre, transmitida por madres y abuelas, se realizaba con el propósito de calmar los vientos del invierno y proteger el hogar durante los temporales.

El rito consistía en tomar ramitas secas de olivo, pertenecientes al ramo bendecido por el sacerdote durante el Domingo de Ramos —fecha que marca el inicio de la Semana Santa y recuerda la entrada triunfal de Jesucristo en Jerusalén—, y colocarlas en un plato o utensilio que funcionaba como un pequeño brasero. Una vez encendidas, se espolvoreaba un puñado de azúcar sobre las llamas, generando un humo blanco que se esparcía por la casa. Según la creencia popular, este humo otorgaba protección y traía calma ante los temporales.

En tiempos pasados, cuando los braseros estaban encendidos durante todo el día, las abuelas realizaban este rito directamente sobre las brasas. Sin embargo, en las ceremonias actuales del Domingo de Ramos, suele advertirse a los fieles que esta práctica no debe llevarse a cabo.
A pesar de ello, hay registros que indican que la costumbre aún se mantiene en ciertos sectores. La profesora normalista Angélica Donoso Véliz (Q.E.P.D.), relató años atrás que esta práctica fue introducida por monjas españolas en el valle. Algunas personas aún la conservan o recuerdan haber visto a sus madres realizarla durante su infancia.

Cabe señalar que las cenizas utilizadas en el Miércoles de Ceniza —día que da inicio a la Cuaresma— provienen de la quema de estas palmas benditas, dando cuenta de su importancia simbólica dentro de la liturgia católica.


Una práctica sencilla, íntima y cargada de significado, que aunque menos frecuente, sigue siendo parte del patrimonio devocional de la zona.